domingo, 7 de enero de 2007

A propósito de El laberinto del fauno, la última película de Guillermo del Toro

"...lo peligroso del género fantástico es que se sustenta con la ambigüedad, es su nutriente"
G. del Toro

Con una estética que oscila entre lo fantástico y lo gótico, El laberinto del fauno se nos presenta, por razones en principio presupuestarias, ajena a nuestro provinciano universo del cine. Y aun así, se trata de una película que nos conduce a reflexionar acerca de nosotros mismos, de nuestro lenguaje estético y el contexto que lo nutre. Nos obliga a "pensarla en argentino" y así pensarnos. Nos interpela.
El desacierto político ya lo han señalado los críticos: el procedimiento de instalar un Märchen en la Guerra Civil Española no es ético. La muerte -pareciera- reclama solemnidad, carácteres identificables y líneas argumentales rectas. Características que si bien definen las coordenadas de nuestro cine de denuncia -desde La noche de los lápices hasta Garage Olimpo conocen la técnica-, no están de ningún modo ausentes del lenguaje hollywoodense. El didactismo, la "vía de mínimo esfuerzo", por lo tanto, es el vértice donde voluntades creativas tan dispares se cruzan. Enfrentar al mal -ya sea en su forma de Sauron, de Junta Militar o régimen talibán- encuentra en la expresión llana su poética oficial, sin que por eso se autorice una confusión de los dominios -fantástico o realista. Así comunicados, dentro del vasto lenguaje "hollywod/denuncialista" la lógica causa-consecuencia se mantiene como constante y lo delimita; y así, también, El arte narrativo y la magia actualiza su vanguardismo.
Ver El laberinto del fauno obliga a desdoblarse, a suspender nuestro instinto lógico y de este modo devenir niño para (re)observar la Guerra Civil desde otro lado. Operación que, si bien anula la racionalidad que reclama el tema, abre las puertas a una suerte de "terror infantil"; el cual, si se quiere, puede resultar insolvente en sus justificaciones pero no por eso menos siniestro o traumático para quien lo experimenta. Más aún, el punto de vista alterado -desplazado del natural observador blanco, adulto, hombre- resignifica la experiencia del miedo y la reenvía de un modo actualizado, inifinitamente enriquecido en su poder de sacudir la percepción. Es así que devenir niño, y la consiguiente suspensión de la moral estandarizada que imponen los temas "serios", permite un acceso a lecturas ambiguas y a una proliferación de sentidos; acceso que, claro está, también incomoda y genera conflictos a quienes pretenden una historia unívoca con su habitual modo inerte de narrarla.
Cabe concluir que Guillermo del Toro no leyó a Borges; ciertamente. Sin embargo su suerte se emparenta, allí donde nuestras izquierdas siguen sin poder leer El arte narrativo, allí vacilará Hollywood frente a El laberinto.

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